domingo, 13 de abril de 2008

Sobre En la ciudad de Silvia, Unas fotos en la ciudad de Silvia, La Chatte à Deux Têtes y Let the right one in.

Esta tarde empezamos con En la ciudad de silvia, de la que tenía solamente buenas referencias. La historia, como ya se dijo, es ésta: un muchacho muy buen mozo, rubio y con ojos claros, está en Estrasburgo, alojado en un hotel, buscando a una chica que conoció furtivamente en el bar Les Aviateurs seis años atrás. Basicamente en eso consiste la totalidad de la película.
Es una película muy linda. Durante la primera parte, el muchacho ejerce su búsqueda dibujando en un bar, y todo es perfecto. Los personajes son todos hermosos e interesantes, dos chicas tocan el violín, la cerveza viene en vasos enormes, el sol brilla y la chica que atiende el bar es simpatiquísima. Nuestro héroe dibuja a las señoritas del bar, que pertenece a una escuela de artes dramáticas, y pareciera que es esa la forma que elige para localizar a Silvia. Todo es propicio para el ojo de un dibujante.
Su forma de buscar da resultado, y mientras dibuja Silvia aparece del otro lado del vidrio. En este momento de la historia, a los pocos minutos del comienzo, creemos que el director, José Luis Guerin, nos está hablando o de las casualidas o sobre una cualidad místico-religiosa de la producción artística en conexión con los deseos o el amor. Pero la película gana en complejidad y se nos dice que no hablábamos del arte, hablábamos del romanticismo de un personaje: Silvia no sería Silvia, ni su historia sería ya su historia. Con este movimiento la película se individualiza, y mientras el protagonista camina por una ciudad virtuosamente filmada una serie de elementos empieza a repetirse. Los personajes aparecen varias veces generando la impresión de que Estrasburgo y su gente son un sistema cerrado, y los conocemos como conocemos a cualquier desconocido al que miremos a los ojos en la calle un día en que nos sintamos especialmente bien. Y, en un movimiento paralelo, la cámara empieza a fijarse cada cierto tiempo en el cuaderno de dibujos y anotaciones del protagonista, mientras sus hojas pasan rápidamente y las reconocemos, y sabemos en qué momento de la película fue hecho cada dibujo, y podemos volver a verlo durante un instante elegido por el buen pulso narrativo del director. Así, los caminantes de la ciudad siguen apareciendo y desapareciendo, del mismo modo que las páginas de un cuaderno lleno de dibujos muy tiernos.
Durante la primera parte una paloma había cagado una página del cuaderno. Más adelante, mientras veíamos a las páginas correr, estaban los mismos dibujos, pero la mierda había desaparecido.
Ya en el Abasto me enteré de que había una charla con Guerin a las 18:00Hs, mientras que Unas fotos en la ciudad de Silvia empezaba a las 18:30. Obviamente, la charla empezó 18:15, y puse estar solamente 5 minutos. ¿A qué clase de imbécil se le ocurre organizar una conferencia de un director superpuesta con su película?
Unas fotos en la ciudad de Silvia es un contrapunto con su primera parte. Donde en la anterior se iba generando cierta belleza a partir de recursos que en la realidad serían poco creíbles, en Unas Fotos la belleza está totalmente relacionada con el verosímil.
Al comienzo se nos dice en primera persona, en un texto colocado como subtítulos, que hace veintidos años el director conoció a Silvia en un bar. De ella recuerda solamente tres cosas. La primera es que le gustaba cómo suena su nombre, Silvia, pronunciado en español. La segunda es que había estado en España haciendo una pasantía. Y la tercera es que empezaba a trabajar de enfermera en un hospital. De ese encuentro guardaba solamente dos recuerdos materiales: un plano que Silvia hizo en un posavasos para indicarle dónde hay una librería de viejo (mencionado en la película anterior) y una cajita de fósforos del bar Les Aviateurs. Cuando los vientos soplan desfavorables, el narrador viaja a Estrasburgo y recorre el bar, la librería, los hospitales donde Silvia puede estar trabajando.
La película es corta y siempre en el mismo registro, mientras vemos fotos de la ciudad. Si bien permite una serie de reflexiones acerca de la relación entre una anécdota real y su transpaso a la ficción, no funciona más que como una coda, y a diferencia de la primera película, tiene partes bastante aburridas.

Diez minutos después de terminar con Guerin me metí a ver La Chatte à Deux Têtes. El director se presentó diciendo que originalmente era una obra de teatro pero resultó muy cara, así que la hizo película, y que el texto fue escrito después de que su hijo adoptivo muriera de SIDA. También, antes de la proyección, Tretorola dijo que la película es parte de una trilogía sobre el SIDA. Yo no sabía nada, ni conozco otras películas de Jacques Nolot. Además, se hizo el canchero diciendo que en Francia los espectadores varones suelen irse por la mitad y que el cine en el que transcurre la acción es heterosexual, aunque empezado el film se denota que es evidentemente omnívoro.
La acción transcurre enteramente en un cine porno, y se divide en dos partes: el cine propiamente dicho y la boletería. En la boletería conocemos a la señora que atiende, un personaje fantástico, muy tierna y brutísima. Y adentro del cine se dan una serie de situaciones de sexo explícito entre los personajes.
Las situaciones recreadas empiezan siendo simpáticas, aunque después de un rato empieza a aburrir. Ninguna persona que haya frecuentado un ambiente gay puede sorprenderse, y a los 20 minutos ya preferiríamos que pase algo más que una serie de pajas, mamadas y flirteos. Vemos a un gordo entrar como hombre y transvestirse en el baño, a otras dos travestis eligiendo sus chongos y a varios reprimidos convencerse de a poco.
El ambiente homosexual que se nos muestra es mucho más maduro, sensible e inteligente que el porteño, aunque menos melancólico.
El punto fuerte de la película son las conversaciones de la cajera, y durante la mitad aparece un personaje, un pseudo protagonista, que nos rescata en parte del aburrimiento y el silencio.
El problema principal de la película, como ya dejé en claro, es la monotonía. El director dijo al final que no le importa el público, aunque me pareció que la forma en que muestra el mundo del levante gay es bastante didáctica, y que eso está buscado. Si hay algo para resaltar es cierta cualidad educativa y una toma clara de posición sobre el SIDA sin nunca caer en la moralina y siendo totalmente realista. Pero evidentemente, como Nolot sabe, la gente más desinformada sobre el tema es la que se va de la sala durante la proyección, y quienes mejor la reciben son los grupos homosexuales que claramente no necesitan ninguna educación al respecto.
Le pregunté al director sobre la idea de la representación del mismo texto en teatro, y lo que describió me pareció interesantísimo y mucho más divertido que lo que había visto, pero, según dijo, hacerlo era “muy complicado”.

Saliendo del Abasto, fui hasta el Atlas a encontrarme con mi novia Mariana, mi hermanito y su noviecita. Ahí vimos Let the right one in, película sueca de vampiros. Quise verla porque me interesa el género, y fue una decepción bastante importante.
La película, que se propone perturbadora y por momentos lo consigue, tiene un guión bastante pobre y durante la primera mitad una serie de tiempos muertos que consiguen aburrir bastante, pero después levanta y se salva bastante. La cuestión es que llegan al complejo de edificios una nena con su papá, y son vampiros. El protagonista, un rubiecito divino, conoce a la vampirita y se enamoran. La atmósfera está bien construída, la nieve es siempre linda y el humor negro, aunque un poco forzado, funciona. La historia de amor en ningún momento consigue emocionar a nadie, lo que hubiera salvado bastante las papas.

¿Porqué no hay películas de género que trasciendan a su forma? Entiendo que una gracia de los zombies, el gore, el terror, el policial, etc, es respetar ciertas reglas que le impiden resultar, en cierto modo, extraordinarias o sorprendentes. Pero, ¿qué pasaría si una historia de zombies se construyera con estructuras narrativas clásicas, y tuviera cierta complejidad en lo discursivo? ¿Qué pensaríamos si en Lost in translation, ponele, se usara el gore, si Scarlett Johanson le sacara a su noviecito un ojo con una pinza de depilar? ¿No estamos grandecitos como para no poder considerar que es necesario que ciertos elementos se crucen? No quiero despertar giles, pero hay cosas en el cine que es necesario desencajetar.
Sobre Después de la revolución y The sun and the moon

Vincent Dieutre es un señor agradable y triste, bien vestido y que habla un español pésimo y entendible, respondiendo con entusiasmo y verborrea a las preguntas más retardadas que al público se le ocurrieron e intercalando misteriosas palabras en italiano. Igualmente, apenas empieza Después de la revolución queda bien en claro que el hombre es francés y parisino. La situación es ésta: hace 25 años, Paris estaba lleno de argentinos, algunos de ellos geniales, y Dieutre conoció varios, a los que definió como “sus maestros”. En la primera escena, voladamente, tira algunos nombres, entre los que se mezclan Copi y Cozarinsky. Y su imagen de Buenos Aires estaba costituída como un puzzle, por recuerdos y anécdotas que le contaron sus maestros y un prejuicio sobre el ambiente feroz de las ciudades latinoamericanas por el gusto que México le dejó en la boca. Pero en el 2004 lo invitaron a presentar una película suya en el BAFICI, y durante ese par de semanas se dedicó a filmar y sorprenderse con una ciudad que no era ni a palos lo que esperaba.
Los 55 minutos de película están construídos como un collagge de partes de Buenos Aires, súper conocidas para nosotros, pero bajo el extrañamiento que genera el ojo extranjero. Y éste collagge se hila con un genial diseño sonoro: ruido de la ciudad, guitarras eléctricas y la voz en off del director leyendo un texto sensible, nostálgico, egotista y en registro de diario íntimo.
Entonces, narra su relación de amistad sexual con Hugo (que estaba en el Abasto mirando la película) y con Stephan. Camina por Palermo, Recoleta, San Telmo y el centro, en espiral desde Plaza de Mayo. Toma cocaína (“vale lo mismo que un vino barato francés”, dice sorprendido). Da un seminario y se sorprende con la entusiasta e inquieta juventud porteña, “algo que creía que ya no existía”. Y principalmente se extraña, porque entiende que buena parte de la identidad de la ciudad se constituye como un entramado de arquitecturas europeas, pero de modo más profundo comparando a esta ciudad, que siente muy libre, con una “homosexualidad antigua”, con la Buenos Aires que sus amigos tuvieron que dejar durante la dictadura. Después de la película decía que no entiende cómo alguien, sea un gobierno o cualquier otra entidad, puede imponer un control tan permanente en una ciudad tan grande y laberíntica. O, bueno: de cómo la visión estética no lo ayuda a comprender la historia.
El texto es precioso y está intercalado con poemas muy lindos de Juarroz, Silvina Ocampo, Neruda y otro poeta que no conozco. El efecto que generan las imágenes de la Buenos Aires cotidiana sumergida en ese clima poético me tuvo al borde del llanto durante toda la película, y me dio envidia: quiero poder mirar a Buenos Aires con los ojos de Dieutre.
Durante la película hay varias escenas del director garchando con Hugo. Cuando desde el publico le preguntaron si no lo averguenza mostrar su intimidad respondió que no, que antes sí le pasaba, pero que después de 9 películas en las que se filma cojiendo ya se le pasó el pudor. Y sigue, entusiasmado, con una tentativa de teoría que me pareció muy interesante: habló sobre la imposibilidad de hacer el amor y filmar al mismo tiempo. Obviamente, el garchante/director se mueve de tal manera que pensar o premeditar estéticamente cualquier cuadro se complica bastante. Y arremetió contra el porno, que no le gusta porque el que filma es un tercero, y eso le parece obseno. “Lo mío es un antiporno poético”, tiró, para cerrar con “filmamos con las armas de los pobres”. A la salida del cine me dio vergüenza saludarlo y decirle que su película me gustó mucho.

Esta última idea sobre el porno habla, más que de la película de Vincent Dieutre, de la que vi después, The sun and the moon, un artefacto bestial y corrosivo de un director para mí desconocido, Stephen Dwoskin, que según encuentro en google es un documentalista experimental estadounidense de los 60 y 70.
Dwoskin es gordo, viejo, horrible, con las piernas tremendamente flacas a causa de una poliomelitis, según dice Dieguez. No puede mantenerse en pie, es deforme, vive en su cama y respira con una máscara de oxígeno. Y coquetea con una rubiecita preciosa. En cámara lenta caminan, se miran, y hacen cosas, mientras otra mujer, lyncheana y siniestra, aparece y desaparece para abrir la boca y hacer el único ruido de la película.
Los primeros minutos transcurren adentro y afuera de la vivienda, con una serie de imágenes preciosas de el sol y la luna. Después llega la rubia vestida bastante grasita y pasados unos minutos nos presentan a Dwoskin. Por momentos, la otra mujer abre la boca.
Hay dos puntos fuertes, y su relación está cercana al valor definitivo de la película. El primero es un marco metafórico impresionante aplicado a cada toma. Pase lo que pase, sea lo lenta que sea, hay un obsesivo y deshilachado control acerca de la significación de absolutamente cada acontecimiento, color, cuerpo, movimiento de cámara. Si bien los personajes no hablan en ningún momento, la película está llena de diálogo y crescendo narrativo, de tensión y de incógnitas argumentales. Cada expresión emanada de los personajes es inesperada y va ocupando lugares fundamentales para la construcción de un conflicto aparentemente borroso, pero, en el fondo, claro y revelador.
El segundo punto es la forma, natural y sutil, en que la película, sin proponérselo, esquiva cada lugar común, demostrando una honestidad que desafía a este momento histórico del arte. Por el desarrollo de los acontecimientos, la película muestra absolutamente todo sin necesidad del recurso de la sugestión, pero naturalmente nadie se la chupa a nadie. Ni siquiera hace falta irse a ese exceso: cualquier director normal se tentaría en mostrar a la bella acariciando a la bestia. Pero dentro del buen gusto y refinamiento de las ideas de Dwoskin, un gesto semejante resultaria redundante e insultante. Creo que ni siquiera hay un plano compartido por más de un personaje. La rubia es realmente linda, pero la película en ningún momento se hace la paja, ni siquiera cuando muestra a su propio director con la pija en la mano. Me resulta difícil imaginar a alguien que no se tiente ni se muestre seducido por una serie de posibilidades y desarrollos que la película tenía, para subsumirse a una idea general importante, trascendente y fiel a sí misma.